jueves. 28.03.2024

Veo cosas maravillosas”. Esa fue la memorable frase que pronunció el arqueólogo inglés, Howard Carter, cuando vislumbró la cámara del tesoro del rey Tutankamón.

 

Apenas fue consciente en aquellos momentos del gran descubrimiento que se alzaba frente a él.


Contando con la tenue llama de una vela como única fuente de luz, el británico oteó entre la penumbra para cerciorarse del nuevo e increíble hallazgo: Más de 5.000 objetos de valor incalculable entre los que se encontraban todo tipo de ungüentos, mobiliario de oro macizo, cofres, estatuillas, joyas, instrumentos musicales, telas, ropas, artículos de higiene personal y hasta barcos. Eso, y un prestigio mundial que consagró a Carter como el arqueólogo más célebre de su época.


No obstante, no es sólo ese reconocimiento el que ha hecho que su nombre figure en los anales de la egiptología.

 

Aquel 4 de noviembre de 1922, Tutankamón, el grandioso legado que dejó tras de sí y el misterio de su prematura muerte no fueron lo único que se reveló.


Cuando Howard Carter y su grupo llegaron a la antecámara, se toparon con una advertencia grabada en una tablilla de arcilla:


“La muerte batirá sus alas sobre aquel que perturbe el descanso del faraón”. De este modo, empezó a gestarse lo que más tarde sería conocido popularmente como la maldición de Tutankamón.

 

Uno a uno, los miembros que componían la expedición fueron falleciendo en extrañas circunstancias.


A la maldición se le atribuyen hasta 30 muertes entre las que se incluyen la de Lord Carnarvon –financiador de la excavación–, Sir Douglas Reid, que radiografió el cuerpo de la momia o Arthur Mace, el encargado de dar el último golpe al muro que separaba al grupo de la cámara del faraón.

 

Nadie pudo dar una explicación racional a aquel manto fúnebre que se cernió sobre quienes en algún momento tuvo contacto con la tumba, por lo que el maleficio continuó siendo la respuesta.

 

Esto fue así hasta que la ciencia moderna en general y la microbiología en particular centraron su atención en aquel singular fenómeno.


Tras un concienzudo estudio llevado a cabo por diversos investigadores, se descubrió al pequeño culpable de aquellas muertes: un hongo extremadamente nocivo conocido como el Aspergillus.

Según los científicos, dicho hongo puede permanecer latente durante largos periodos de tiempo –en este caso 3.000 años–. Sus letales esporas provocaron gran parte de la tragedia que hoy día se conoce.


No obstante, este hecho no explica el disparo sufrido por el aristócrata egipcio Ali Kamel Fahmy, quien visitó la tumba meses después, ni el extraño ahorcamiento de uno de los más estrechos colaboradores de Carter, el profesor Hugh Evely-White entre muchos otros de la larga lista de fallecidos.


Verdad o mito, la respuesta a muchos de estos hechos sigue siendo un enigma hoy día.

La maldición de Tutankamón: ¿realidad o ficción?