La vida cambia, la sociedad evoluciona y ello se lleva por delante también a negocios que dejan su lugar a otros. Ha ocurrido desde siempre, y así seguirá siendo. Pero hay negocios que, al bajar la persiana, se llevan por delante no solo puestos de trabajo, inversiones empresariales o servicios que dejan de prestarse. Cierran y, con ellos, recuerdos de generaciones enteras.
Es el caso de La Campana. Algo más que un negocio: un símbolo de la Ceuta que fue, un recuerdo de tantas tartas de bodas, cumpleaños o comuniones, de tantas meriendas o pan caliente. De aquel obrador situado unos metros más abajo del último local en el que durante horas sin descanso trabajaban como auténticos magos sus artistas panaderos y pasteleros para que no faltara un roscón de Reyes en la noche más especial de cada año.

La Campana ha cerrado, ochenta años después. Todo un símbolo del comercio ceutí que claudica ante continuas crisis que ha sufrido la ciudad en los últimos años, la pujanza de las grandes superficies y, antes de la pandemia, de los obradores ubicados al otro lado de la frontera. Y también de los cambios de gusto de una sociedad, se quiera o no, distinta.
Con La Campana cae un símbolo, como decíamos. Como tantos otros obradores y pastelerías que han ido bajando la persiana en los últimos años: Canarias, Vicentino, El Campanero, Argentina o La Chilena se quedaron por el camino en lo que llevamos de siglo. Pasan los tiempos, cambian las cosas y los recuerdos que tenemos de esos niños -todos lo hemos sido- con la cara pegada al cristal de un expositor y la boca salibando se antoja cada vez más lejano y amargo. Irónicamente, aunque hablemos de una pastelería.