jueves. 25.04.2024

Aquellas pequeñas cosas

"Vivo en una casa, que tiene una ventana, ventana que da a la calle, la calle que da a la plaza". Así comenzaba una afamada letra del carnaval gaditano, en la que sus autores recorrían Cádiz empezando por su habitación. Y en esas nos encontramos millones de personas en los últimos tiempos: imaginando el mundo más allá de nuestras casas, qué habrá más allá de aquel edificio o del cruce de carreteras donde se acaba nuestra mirada. Montaña sobre montaña; el barrio era el universo, cantaba 'Arcade Fire'

Ahora que tenemos la oportunidad de echar de menos el mundo exterior, se nos presenta también una ocasion divina para valorar esas pequeñas cosas. Ahora, que somos soldados con pijama contra un enemigo invisible, que planteamos heroica resistencia con pantuflas y café caliente. Momentos en que el sofá es trinchera y el móvil centro de comunicaciones. Ahora que el comandante en jefe no nos arenga con las botas manchadas de barro y sangre sobre un saco de cemento junto a una alambrada, sino desde una conferencia de prensa por plasma y con preguntas vía WhatsApp. En estos días en que el enfrentamiento entre españoles no es en la cuenca del Ebro,  sino a cacerolazos cada cual  contra quien quiera desde su ventana. Un apocalipsis, nunca mejor dicho, de andar por casa.

 

Este es el momento de soñar con recobrar la libertad. De añorar esos cabreos con mi mujer porque entra "a echar un vistazo" en cuantas tiendas de ropa encuentra por el camino y ella hace lo propio conmigo porque hago más paradas en el Paseo del Revellín que un autobús de comarca. De vivir pendientes de horarios, guarderías y combinaciones de transporte público. Extrañar esas sesiones de charla sobre todas las naderías  en la cola del supermercado, el paseo del perro, el parque donde juegan nuestros hijos o el autobús donde fulminarías al niñato que pone reggeaton para todo el personal. Ya saben: lo que mata, es la humedad. De tratar de convencer a la familia que un Leganés-Eibar siempre es un momento histórico o de la trascendencia vital de una etapa de montaña en el Giro. De que solo sea el domingo, y no toda la vida, el que se nos ponga cuesta arriba si no tenemos un euro.

 

Es la hora de soñar con volver a sentir el olor a tierra mojada, la más maravillosa fragancia que tiene a su alcance el ser humano. De llegar a casa calado hasta los huesos por la lluvia o el levante; de volver a fijarnos en los fallos de las obras, echar de comer a las palomas o sentir el encantador desprecio de los gatos callejeros cuando se te quedan mirando.

 

Añorar la exposición del último artista local, que te moje los pies algún conductor impertinente, el "te pongo lo de siempre" de la cafetería de costumbe o el último cotilleo que escuchas en una charla familiar en la que alguien siempre te pregunta si has engordado o mientras compras con un eurito el sueño de no volver a trabajar.

 

Al final, va a resultar que éramos felices con muy poco. Pero no lo sabíamos hasta ahora.

 

 

 

 

 

 

 

Aquellas pequeñas cosas