Como balas de cañón

Los azares personales y profesionales que todos tenemos no desaparecerán con el pitido final del árbitro. El lunes, el despertador sonará a la hora acostumbrada, la rutina nos volverá a envolver y el dinero será el mismo en la cuenta corriente. La guerra en Ucrania no cesará, seguiremos pagando el gas a precio de Chivas, y nuestras preocupaciones seguirán siendo las mismas que a la hora de hilvanar estas líneas.

 

Pero algo tiene el fútbol que hace que, por unas horas, todo pueda parecer mejor o peor. Algo tiene que nos convierte, una vez más, en el niño ilusionado que soñó con marcar el gol de todos los tiempos, dejar sentado a un rival o hacer la parada imposible que permitiese ganar el trofeo que fuera. El fútbol, cuando se ama de verdad. Nada o poco que ver con niñatos multimillonarios o fanáticos que aprovechan que el balón eche a rodar para desahogar mil complejos o problemas.

 

El fútbol en el que Albert Camus dijo haber encontrado toneladas de nobleza. El deporte que practicaron Juan Pablo II, Luciano Pavarotti o Adolfo Suárez. El juego más igualitario de todos, porque es el que menos exige a quien lo practica. Sea en un colegio elitista o en un campo de refugiados: si hay algo esférico que ruede y cuatro piedras que puedan servir de portería, hay fútbol.

 

Mañana será uno de esos días con la hora marcada en el calendario. Los fantasmas de mi vida cotidiana seguirán estando ahí, pero le pediré al mundo que se olvide de mi un par de horas como en aquel verano de Sudáfrica. Juega el equipo más insolente, más imprevisible, más decepcionante y genial. El único equipo con un presidente al que le dedicó un poema García Lorca. El equipo de las maletas de cartón, los autobuses de línea pero con peñas en todo el mundo. El equipo fundado por un obrero al que no dejaban jugar con los adinerados, pero que mañana convertirá Sevilla en una fiesta en verde y blanco. Pase lo que pase, gane quien gane.

 

El domingo la vida seguirá. Y el lunes. Y mis quebrantos y esperanzas seguirán siendo exactamente iguales. Pero, y ahora llámenme irracional o iluso, mañana es noche de magia. De ilusión. Noche de Reyes; ya veremos si con regalos o carbón. Noche de mirar al espejo y encontrarme con aquel niño que quería volar tras un balón cuando le tocaba cubrir la portería. Y ya pueden imaginar, si se conocen los códigos del fútbol de calle y barrio, como se elegían a los porteros contra los de la otra clase o la calle de al lado: los derbis más anónimos pero intensos que jamás se puedan jugar.

 

Desde las diez de la noche, pues,  se ruega no molestar. El Betis juega una final casi dos décadas después. Y somos miles, en la Ceuta  de mis esencias o en cualquier rincón del planeta, que nos haremos fuertes frente al televisor. Apiñados, ya lo dice el himno, como balas de cañón. No me pidan que lo explique: es imposible.