jueves. 28.03.2024

El año en que Dios se fue de vacaciones

Dios se fue de vacaciones en 1994. Y reconozco que mi fe en un ser justo y misericordioso, en un templo sin mercaderes, también lo hizo aquel verano. Nos llegaban rumores de que algo muy grave estaba pasando en un lugar remoto, del que no teníamos ni puñetera idea y no sabíamos ubicar en un mapa. Matizo: no eran exactamente rumores, sino los primeros hombres de piel morena que dormían en las calles de Ceuta. Los inmigrantes son, a veces, como los canarios en la mina: si salen a la superficie, es porque la explosión es inminente o acaba de producirse.

 

Recuerdo que un hombre mal encarado, pero fiel al mandamiento de dar de comer al hambriento y de beber al sediento, nos encargó a un grupo de jóvenes monaguillos de la Virgen de África que acompañásemos a un muchacho negro a la Cruz Blanca. Recuerdo que “el negro” no sabía hablar castellano, pero le bastaron un par de trayectos con nosotros para aprender sus primeros tacos. Entre tanta travesura, nuestros limitados conocimientos de inglés nos dieron para preguntarle de donde venía. La sonrisa con la que trataba de protegerse de un mundo que le era por completo desconocido se borró de su cara al pronunciar el nombre de su país: Ruanda.

 

 

Poco después, apareció otro. Este era verdaderamente más simpático que el anterior. Alguien le dio una camiseta del Atlético de Ceuta, andaba siempre entre la Plaza de África y las Murallas Reales y siempre conseguía sacar una cerveza o un cigarro a quienes frecuentábamos un carromato de hamburguesas que se ubicaba en las Murallas Reales. “El Ruanda” fue, tal vez, el primero en fijarse en las desvencijadas puertas de una antigua discoteca y en descubrir que tenía tres plantas para el solo.

 

Su soledad le duró poco. Empezaron a llegar, de manera lenta pero irrefenable, hasta convertir el antiguo Ceutí de verano en una pequeña ciudad. Doy fe en mi condición de antiguo alumno del “Puertas del Campo”, al que le tocaba abrir la persiana cada mañana, y ver a aquellos hombres y alguna mujer cocinando y durmiendo entre miserables cartones. Eso sería unos meses más tarde: aquel verano, unos cuantos monaguillos nos pateamos la Feria entera para recaudar lo que se pudiese y destinar dinero a ese conflicto lejano. No busquen nuestras caras en la hemeroteca; no fuimos llamados a una fotografía hecha entre cervezas y raciones de calamares fritos en mitad de una caseta ferial.

 

 

Cuando Occidente comenzó a saber lo que sus Gobiernos y gobernantes -Koffi Annan, Bill Clinton, Helmut Kohl, Jean Luc Deheane y Jacques Chirac a la cabeza; les deseo infinitas noches de insomnio y remordimiento a los dos que aún viven- habían consentido, algo había cambiado definitivamente. Veinticinco años ya del año en que se nos olvidó un pequeño país africano; meses más tarde fueron miles de hombres blancos los que cayeron en Srebrenica. Teníamos motivos para desconfiar de nuestros gobernantes. Solo en unos meses de 1994 murió casi un millón de personas a machetazo limpio.

 

Mientras, en pleno corazón de Ceuta se activaba a fuego lento una bomba de relojería que estalló el 11 de octubre de 1995. El día en que España tuvo conciencia de que el problema de la inmigración iba en serio. Y que no era, desde luego, fácil ni gratuito. Todo comenzó el verano anterior, el de hace 25 años. Aquel en el que, como bien dice un libro sobre el Genocidio, Dios se fue de vacaciones.

 

 

Por cierto: aquel hombre mal encarado acabó siendo vapuleado con escarnio público por no pocas personas de golpe en pecho, que no entendieron el carácter de auxilio en primer término al necesitado. Ahí abandoné mi escasa vinculación con la Iglesia. Aunque siempre se niegue a hablar de aquello, José María Béjar aún vive para recordarlo...

 

El año en que Dios se fue de vacaciones