miércoles. 24.04.2024

El emigrante

Recuerdo que la primera vez que me sentí viejo en mi vida fue cuando descubrí que el presidente de la República Francesa era un mes mas joven que yo. Un pollo de, por entonces, cuarenta años ocupando el despacho de Francois Miterrand. Un tío que había nacido en el mismo 1977 que yo, cuya madre estaba encinta al mismo tiempo que la mía. Y si, se admiten las  maldades  que ustedes están pensando sobre la inquilina de El Elíseo...

 

Luego caí en la cuenta de que, por edad y en función de según que acontecimientos, tal vez podría haber sido yo el presidente de Francia. El 23 de Febrero de 1981 nos pilló a 500 metros de la frontera hispano-gala. Yo no me acuerdo de media (mi colega Enmanuel y yo sumábamos dos y pico cuando lo de aquel "militar con un extraño gorro de torero", como lo definió un periódico sueco), pero creo que no quedó un sólo cáncamo por meter en la maleta por si aquello tiraba para adelante. O sea, que servidor -al que le gusta más ganarle a Francia que un campero de corazones-, podría haber sido el hombre a cuyo paso sonase La Marsellesa. Nunca se sabe...

 

En aquel momento, pensando en la posibilidad de que Deschamps inclinase la cabeza ante mi,  me acordé de mi emigrante favorito. Que vivió embarcado, en aquellos años en los que el puerto de Ceuta era una gran plataforma base. "Hay que llevar veinte mil televisores de Yokohama a Cartagena de Indias. Salimos mañana. Los que queráis, mañana aquí a la misma hora. Son seis meses de trabajo". Allá que se iba. De esas rutas por el mundo, dan fe un puñado de postales de países que no existen que se amarillean en una caja de galletas.

 

Un día, el emigrante arribó a Nueva York. Y conoció a otra que tal: una cubana que había aplaudido, siendo niña a los barbudos en la entrada en La Habana, pero hija de alguien que vio claro que aquello tampoco iba a ningún lado. Ella fue de las primeras en huir de Cuba hacia Florida para no volver más. "Nunca podré morirme", cantaba Luis Aguilé.

 

El emigrante regresó a Ceuta, dejó a mis abuelos con el corazón en un pañuelo, recogió cuatro cosas y volvió a la ciudad de los rascacielos. El sueño americano es duro: "Yo conocí todos los edificios históricos de Nueva York limpiándolos. En las películas de Supermán, cuando pasa el tipo volando y los del andamio se tambalean, yo soy el que está a punto de caerse", me dijo una vez con sorna.

 

Al emigrante no le querían alquilar un pisito, porque de los españoles había que huir como de la peste. Lo consiguió, pero no fue fácil, como aquel trabajo que le dió cierta estabilidad como soldador. Pudo venir a España a presentar a su familia -suegra, mujer e hija- a la parentela. Aquel comunista cascarrabias que el tuvo por padre y yo por abuelo sacó brillo a un retrato cutre del Che Guevara y lo puso en lugar preferente de la casa. No, no le llamó Dios por el camino de la alta diplomacia.

 

A los años, cayó el Muro de Berlín; el mundo era oficialmente feliz y Estados Unidos no necesitaba fabricar portaaviones como churros. Con lo que el emigrante volvió a morder el polvo. Volvió a levantarse; dos hijas en el mundo y una casa en la que solo entraba su sueldo lo obligaban. Sus últimos años laborales fueron como mecánico del metro en Manhattan, cerca del World Trade Center. Aquel martes estaba de descanso...

 

La última vez que lo vi ya casi disfrutaba de la jubilación. Fue en New York; el mundo giraba a su aire su octogenaria suegra y yo nos poníamos finos de lo que ella llamaba mentiritas y el resto de la humanidad 'Cubalibre'. Una tarde, organizó una cena con toda la familia y amigos. El personal era variado: una  colombiana, una dominicana cuya única hija se casó con un turco partidario de Erdogan, no se cuantos argentinos que me preguntaban por la Mujer Muerta... Por no hablar de mis primos políticos: uno de ascendencia germanoirlandesa y otro que luego salió de la familia para dejar su sitio a un morenito de religión hebrea, que perpetúan ya en tres ocasiones mi apellido ahí.

 

"Aquí soy el español. Ahí soy el yanqui", me dijo mientras yo entendí en aquel momento el ultranacionalismo yanqui: la identidad. La necesidad de pertenecer a un lugar, de un arraigo, de la pertenencia a un algo colectivo. Tenía ganas de vomitar esto, siquiera para celebrar que se vuelve a recuperar de otro golpe en el mentón.

 

Tres años después de aquello, todos votaron por un abogado de Chicago con ascendencia keniata. Conclusión: no humillen nunca a la sudamericana que les despierta de la siesta para ofrecernos datos ilimitados. Pueden estar pitorreándose de la madre del futuro presidente de España.

 

 

 

 

El emigrante