jueves. 28.03.2024

El jersey azul (Un cuento de Navidad)

 

 

Ella se había cortado el pelo en las horas previas a la Nochebuena. Era esa Ceuta en la que, pese a la leche en polvo y la mugre como compañera, nunca faltaban las ganas de estar hasta la llegada del sol cantando villancicos; fuere por fe o por evasión. Él era el menor de tres hermanos; habían llegado a Ceuta procedentes de La Línea o Marbella y buscaba el sustento descargando cajas en el (otrora) esplendoroso Puerto de Ceuta.

 

Eran esas Pascuas en las que por culpa de la obtusa censura, el prohibido carnaval se disfrazaba de villancico; las coplas no miraban a Belén sino que venían del Callejón del Lobo. De ahí que entendamos porqué es tradicional aquello de los claveles rojos que traía La Valenciana o el precio de los boquerones y las sardinas para celebrar que había nacido un niño en algún lugar de Palestina. En esas navidades en las que la gente se visitaba para cantar (“A tu casa hemos venido, cuatrocientos en pandilla”...), se produjo el flechazo. Ella, tímida y recatada como mandaban los cánones, se fijó en un individuo ataviado con un jersey azul y el bigotito típico de la época. El que lucían  Bonet de San Pedro, Domenico Modugno, Clark Gable o Francisco Franco. Él, que siempre fue pícaro, atrevido y algo gruñón, no rehuyó el envite.

 

 

Tras siete años de -supongo- casto noviazgo, se casaron en Hadú, una primavera de 1956. La historia, de ahí en adelante, no sale de lo normal, pero tampoco es vulgar. Superaron enfermedades y estrecheces, aunque para quebranto de ella él nunca dejó de hablar de política ni de ser un entrañable fanfarrón; criaron lo mejor que pudieron a un par de hijos y disfrutaron de los nietos. Antes de esa conclusión común a generaciones de mortales, baste decir que con el tiempo dejaron el Barrio de las Latas, su barrio, para mudarse a un pisito en Varela. Cosas de la modernidad; ya vivían en alto y no al raso; ya habitaban una caja de cerillas y no una humilde barraca.

 

 

Él fue un adelantado a su tiempo. Vió claro aquello de la prejubilación tras casar a los niños. De ahí que no se perdieran una: que si un carnaval por aquí, que si una mochila por allá, bailes de “los viejos” por el otro lado. Y siempre, siempre, una Navidad. Un villancico, una copa de anís y un pestiño. Y una letra para estrenar cada 24 de diciembre. Y unas bodas de oro en las que los invitados les hicieron morirse de vergüenza y ponerse la cara como un tomate al arrancarles un baile y un tímido beso.

 

Ella nunca se cambió el corte de pelo. “A tu padre le gusta así”, regañaba a los hijos cuando le dejaban caer la idea. Él, cuando vió la última casa en la que vivieron recorrió diez mil veces la estancia; quería asegurarse de que si había un incendio, ella tuviese fácil escapatoria. Todo mientras discutían de contínuo: por el volumen de la tele, por la comida, o por cualquier cosa.

 

 

Una mañana, ella amaneció dormida en el pasillo. Pocas horas después, nos congregábamos para darle el último adiós. Él apenas volvió a sonreir; siempre se sintió culpable de no haberla podido ayudar, a pesar de que el destino es inquebrantable. Pasaba sus últimos meses recordando como el Peñón resistió el bombardeo alemán, con alguna carcajada que le arrancaban los más pequeños de la familia, y con una nostalgia escrita en la mirada que invitaba a obviar cualquier pregunta. Todo, hasta que cruzó la puerta que deseaba desde aquel maldito día de enero.

 

 

No sé si creía en un cielo donde estar juntos. De hecho, creo que fueron contadas las veces -bodas, bautizos, algún funeral o para echarnos el agua bautismal a quienes tuvimos ese privilegio- en cruzar las puertas de una Iglesia. Mi yo racional me dice que no existe un Dios. Mi yo pasional me dice que sí, que existe, y me peleo con él a diario. Pero si mi pasión gana a mi conocimiento, algo me dice que hace algunos días que él volvió a ponerse un jersey azul para rondarla y comprarle un ramo de claveles rojos antes de que partiera, de nuevo, La Valenciana.

El jersey azul (Un cuento de Navidad)