jueves. 18.04.2024

Farolillos

Nunca podremos hablar de buenos resultados en la lucha contra el coronavirus en Ceuta. Nunca, salvo que hagamos el obligado inciso para recordar a Carmen, Samra y los Juanes, las víctimas que la pandemia nos arrebató en esta ciudad. Sin embargo, y con todo el respeto para ellos y sus familiares, cabría decir que el virus, desde el punto de vista sanitario y estadístico, ha tenido en la Ciudad Autónoma uno de los mejores comportamientos de todo el país.

 

Ello, sin entrar en el drama que supone para cientos de familias, también en Ceuta. ERTES, despidos, negocios que no llegaron a abrir o ventas paralizadas sobre la bocina, el cierre fronterizo que obliga, si o si, a reinventarse ahora un modelo económico para la Ciudad...

 

Pensaba en todo esto mientras tomaba, al mediodía del 5 de agosto, una cerveza en una terraza. Una cerveza en un bar adornado con algunos farolillos, como homenaje a la Feria que no fue, como reivindicación de los tiempos que en este sentido si fueron mejores, como pica en Flandes de la normalidad perdida.

 

Fue una amarga cerveza, lo confieso. Pensé por un momento en las consecuencias económicas de la suspensión -acertada- de la Feria. La camisa que se compra el en rebajas para la clásica cena con los compañeros de promoción. El peinado de ella para dicho evento, o para lucir el traje de flamenca que este año toca estrenar. El restaurante donde cenamos antes de bajar a la feria a tomar la primera copa.

 

El taxista que, a falta de extra, se infla a hacer carreras en la Feria. El dinerito de más que nunca viene mal en la nómina de un conductor de autobús, bombero, sanitario, policía local, agente de seguridad u operario de limpieza por trabajar en las noches de un festivo. En los comercios de ropa que sobreviven frente a las superficies comerciales resistiendo a base de uniformes escolares, disfraces de carnaval y trajes de flamenca o campero.

 

El señor que, pese a no tener ya ningún familiar vivo en Ceuta, sigue viniendo año tras año para reencontrarse con amigos de la infancia y cubre una habitación de hotel y más de una mesa en restaurantes. Los vendedores de hielo, platos y vasos de plástico, comida o bebidas. Los disc-jockeys que compatibilizan bodas veraniegas con pinchar en alguna caseta.

 

Los floristas que esperan la Ofrenda a la Patrona para hacer, nunca mejor dicho, el agosto. El kiosko al que acudimos en las calurosas tardes del 5 de agosto para comprar chicle, tabaco y un par de botellines de agua. El bar en el que esperamos estratégicamente el paso de la Virgen de África, pertrechados con algún refresco porque está ubicado en un magnífico sitio.

 

Los turistas marroquíes que aprovechan estos días para disfrutar de una fiesta que les gusta y llenan hoteles y hostales. Las orquestas y artistas locales. Los parados y estudiantes que ganan un dinerito sirviendo mesas en estos días. La hamburguersería a la que acudimos antes del primer cubata y después del octavo. Los de las patas de pulpo al carbón o los camarones de la Isla.  La china de los claveles o los vendedores de globos. Y, por supuesto, los feriantes: posiblemente, uno de los colectivos más castigados por esta maldita pandemia. Y pese a todo, tengo la sensación de que me olvido algún colectivo. Que me disculpen, si así es. Todo esto sin reparar en el valor intangible del reencuentro con amigos, de la orfandad del cofrade de Santa María de África, de la cena con la familia, del brindis por los que ya no están, del olor a sal a las tres de la madrugada...

 

-"¿Qué hacemos ahora?, me preguntaron".

-"Nos vamos para casa", respondí.  Nunca unos farolillos me entristecieron tanto, pensé.

 

P.D: Del Rey Demérito hablaré en otro momento, si encarta. Pero tengo la impresión de que si empezamos a largar gente por recibir regalos, acaba gobernando el CDS. Por eliminación, más que nada.

Farolillos