jueves. 25.04.2024

La cinta blanca

De entrada, Michael Haneke me parece un pedante. Eso sí: como todo buen genio -que lo es-, tiene obras que aburren a un muerto (recuerdo un larguísimo plano secuencia de varios minutos en el que un tipo untaba una tostada con mermelada) y otras que son imprescindibles.

 

De vez en cuando, vuelvo a una. La Cinta Blanca. Una película presentada como el "origen del nazismo" por su director, y en la que el cineasta retrata la historia de una paradisíaca aldea. Un pueblo de la Alemania de hace ciento diez años.

 

Lo hace (de ahora en adelante, spoiler) en la voz del antiguo maestro, un hombre ya jubilado. Cuenta como la aldea es próspera: los cultivos y el ganado abastecen a la población y les proporcionan un nivel de vida cómodo. La gente va a misa los domingos, y tras los domingos celebran bailes y comidas. Todo bien.

 

Hasta que dos niñatos hacen una travesura, colocando una cinta blanca de extremo a extremo que acaba con el médico del pueblo en el suelo. A partir de ese momento, Haneke es imprescindible. La cámara entra en la intimidad de los sonrientes hogares de ese, aparentemente, cómodo y tranquilo lugar.

 

Ahí se revela el horror. Palizas, traumas que generan el odio, la mirada desconfiada hacia el hermano, el vecino o todo bicho viviente. Volcar el trauma hacia el que sonríe, porque existe, porque es. Saber que todos son responsables de que el pueblo se deshaga a cada minuto que pasa, pero sonreir para disimular cada uno su culpa y procurar que la cargue otro.  Escena final: alguien suspira, agobiado, cuando le anuncian el magnicidio de Sarajevo. La cerilla, política, que faltaba sobre una gasolina ya cocida a fuego lento...

La cinta blanca