viernes. 29.03.2024

La hoja en blanco

La dictadura de la hoja en blanco es lo peor que le puede pasar a un articulista. Creo que  la cita pertenece a Manolo De la Torre, con quien siempre he tenido un trato afable y respetuoso. Y le doy la razón: la necesidad, o la obligación autoimpuesta, de escribir una opinión con el suficiente tiempo para que nadie te eche de menos o, mejor dicho, para que a ti mismo no se te olvide, nos hace lanzarnos con la primera idea que se nos pase por la cabeza. El problema es cuando no viene ninguna.

 

Podría, por ejemplo, hablar de las garzonadas, término que va a mutar de protagonista. Hace unos años, era lo que se le ocurría a un juez más pendiente de dictar autos voz en móvil en las cafeterías más cercanas a la Audiencia Nacional y a la hora en que coincidían varios periodistas desayunando, que del contenido de los autos en si. Ahora es lo que se le ocurre al ministro de Consumo: el mismo que llama a una huelga de juguetes -desconozco si hubo piquetes informativos en el Castillo de Grayskull- o echa pestes de la producción cárnica española. En esto último, no seré excesivamente duro con el ministro. Entiendo  y le recuerdo que, por razón del cargo, está obligado a defender siempre al país que representa ante cualquier foro internacional. Pero me da que puede no faltarle razón en sus últimas críticas a la industria cárnica, o a cierto sector de la misma. Al menos, la última garzonada merece una segunda lectura. Avanzamos.

 

Garzón pertenece a un Gobierno que preside un optimista por naturaleza. Y eso es lo que menos me gusta del presidente. Vale que tampoco podemos tener a un cenizo anunciando el apocalipsis cada vez que abra la boca, pero me da la impresión de que Pedro Sánchez está convencido de que las cosas van a salir bien por el mero hecho de estar el al frente y porque los hados siempre juegan en su equipo. Y tanto miedo me dan los optimistas por naturaleza como los heraldos de la tragedia, insisto. A Sánchez -para unos, estadista sin parangón y para otros una burda imitación de Andreotti- se le puede achacar cualquier cosa, menos su capacidad de resistencia: en año y medio pasó de estar defenestrado a ocupar el Palacio de La Moncloa. Un catedrático egipcio cuyo nombre no acierto a recordar recomendaba, encarecidamente, tipos con depresión al frente del cortijo cuando venían curvas por el camino. Señalaba algunos ejemplos de gente con tendencia depresiva a los que la historia había elegido para liderar países o grandes regiones, y como esa especial sensibilidad les llevaba siempre a adoptar las medidas más exageradas, pero eficientes al fin. Y a hablar clarito: Churchill no podía acercarse a un tren, porque siempre tenía la tentación de tirarse de cabeza a las vías. Pero no engañó a nadie cuando habló de que ganar la guerra al nazismo costaría sangre, sudor y lágrimas...

 

Me inquieta, por otro lado, profundamente el uso de la palabra libertad. O el mal uso. En una época en la que los datos de contagio hablan a las claras de que sin vacunar estaríamos ante una masacre de proporciones bíblicas, quienes no quieren vacunarse dicen hacerlo en nombre de la libertad, la suya y la del resto, puesto que son seres dotados de una luz que el resto de los mortales no alcanzamos a ver. He de decir que yo me pongo la mascarilla, desde hace un par de años procuro evitar salidas innecesarias y si, me he inoculado dos dosis y en próximos días caerá la tercera. Lo hice porque considero que es lo menos malo, y al menos no tuve que esperar a que me dijeran que no podría ir a los bares para acordarme de que la vacuna está disponible. La tercera dosis, lo hablaba en las últimas horas con una buena amiga, será el efecto llamada en los próximos años: en Europa desechamos auténticos privilegios a cambio de destacar en el debate o en aras de la 'libertad' individual. Me vacuné y lo haré, precisamente, en uso de esa misma libertad en cuya defensa algunos nos llaman borregos, amorfos o covidianos. A Juan Calvino -asesino en serie al que solo asiste cierta indulgencia por el paso de los siglos transcurridos; la historia hay que juzgarla con los ojos del pasado- le eligieron para aterrorizar Ginebra por ser, entre otras cosas, uno de los sabios de la ciudad donde el mismo mandó quemar a centenares de personas en la hoguera. Era considerado sabio, entre otras cosas, por viejo: murió con 54 años en una época en la que no había vacunas.

 

Podría hablar de fútbol, y de la buena vibración que me da la selección española. Si: Luis Enrique Martínez ha armado un auténtico ejército de francotiradores, que van con el a muerte y que se han acostumbrado -tal vez, porque no sepan jugar a otra cosa- a bailar en el filo de la navaja. No se sabe a qué demonios jugamos, pero el equipo compite hasta la extenuación.  El seleccionador podrá caer mal o peor, pero los resultados de La Roja están ahí durante el pasado año: finalista de la Euro Nations League y semifinalista de la Eurocopa con un equipo del que buena parte de sus jugadores fueron subcampeones olímpicos. Otra cosa es la Desvergüenza que supone que el mundial se juegue en Qatar: un país sin tradición futbolística, pequeño como cualquier provincia media española y con un vergonzoso historial de quiebro a los Derechos Humanos más elementales. Desde Argentina 78, ninguna designación mundialista había olido tanto a podrido. Y por cierto: no toda la prensa española merece ser despreciada, ni mucho menos, pero si el programa 'estrella' del fútbol nacional consiste en juntar a cuatro forofos dizque periodistas, un ex portero de discoteca y un puñado de jugadores retirados a soltar lo primero que se les pasa por la cabeza, la profesión es difícilmente defendible.

 

 

Y así podría seguir, hasta que caigo en la cuenta de que estamos en vísperas de la noche más mágica del año. A Sus Majestades, que andan de camino, les pediría un tarro de colonia con aroma a tierra mojada, que el sueño no me venza si decido lanzarme al reencuentro de la familia Buendía en las próximas semanas o que las musas me visiten si se trata de rellenar no una, sino cientos de hojas en blanco, como me he prometido a mi mismo en tantas ocasiones. Hasta entonces, me conformaré con el brillo en los ojos de la pregunta que me deja sin respuestas, el café caliente con un rosco mientras recordamos años anteriores y asirme durante muchos años a la misma mano cuando la lluvia arrecie contra el cristal en tantas noches de invierno. Lo de los siete tarros de colonia o el pack de calcetines negros que ya doy por sentados lo perdono, Majestades.

La hoja en blanco