jueves. 25.04.2024

La muerte de Manolo Magraña

Un infarto acabó repentinamente con su vida, en ese momento en que todo parecía ir rodado. Los niños, bien casados y con trabajo, la pensión digna para ir tirando y la hipoteca a dos plazos de consumarse. A Manolo Magraña no le dio tiempo a hacer ese viaje a Florencia con el que tantas veces había soñado, ni apenas a disfrutar la colección de las mejores películas del oeste que los Reyes Magos le habían dejado ese seis de enero. El corazón se le paró y su viuda lo descubrió con la boca abierta y un señor de Brunete hablando del Tío Casiano en los auriculares.

 

Manolo Magraña, agente de seguros, hombre de esos de casa al trabajo y viceversa, subió al cielo. “Coño, pues es verdad que existe”, se dijo. Junto a el había un puñado de niños muertos en cualquier conflicto, unos cuantos inmigrantes ahogados en el Mediterráneo, y muchos como el sorprendidos por La Parca mientras dormían. Apareció San Pedro, con una voz atronadora y un porte majestuoso, dirigiéndose uno a uno por su nombre. Cuando llegó a el, le dijo que se echase a un lado.

 

“Vamos a ver, Manolo. Te voy a dejar que veas el cielo, pero de momento te vas quince días al infierno. No es por nada: estamos de reformas y necesitamos dos semanas para adecuar esto. Además, aunque no has sido mal tipo, hay cosas por las que debes pagar. De joven tuviste una época en la que estabas más nervioso que un perro en una lancha, con lo cual un tiempecito con el Rabuo no te vendrá mal”.

 

Eso sí, consiguió entrar en el cielo, siquiera para echar un vistazo y ver el lugar en el que pasaría la eternidad. Se emocionó al abrazarse con su madre, guapa como en la foto de su boda y no destrozada por el Alzheimer como en el momento de su partida, y con su padre, que le dio un abrazo de esos con los que sentía que se le partían las espaldas. Mischi, aquel gato que nunca fue mascota sino amigo, recorrió corriendo el paraíso para restregarse entre sus piernas y pudo, al fin, volver a brindar con ese amigo al que la muerte se le atravesó en una cuneta con sólo veinte años.

 

Así que Manolo Magraña se fue contento al infierno, pensando en que dos semanas no son nada comparadas con toda la eternidad. Tampoco era mal sitio: hacía más calor que cubierto con un plástico negro en agosto, y solo sonaba reggeaton, pero: ¡Ay amigo, quince días y arriba!.

 

 

Pasaron dos semanas, y subió al cielo. Sus padres habían vuelto a envejecer, su gato estaba escuchimizado y la mejilla de su mejor amigo tenía de nuevo las marcas del cristal. Los ángeles que cantaban con las arpas haciendo los coros a Pavarotti o Frank Sinatra, se habían convertido en niñatos pegados a un móvil y “Vesti la Giubba” o “My way” sustituidos por diez mil canciones con la misma estructura: "mueve la cadera, perrea, mi negra, me pones a mil con tu flow". El río de miel que tanto le había llamado la atención estaba plenamente contaminado y las nubes olían a polución. Preguntó a San Pedro, que ahora iba en chándal y camiseta de propaganda con boquete sobaquero que había pasado. “Han pasado quince días. El tiempo justo para que acabase la campaña electoral", respondió....

La muerte de Manolo Magraña