María

Lleva el nombre de aquella que dicen que parió a un niño en Belén; también de aquella otra que tuvo un papel más determinante en la vida de aquel niño, ya hombre, al que conoció proveniente de Magdala. Miles de años después de que ese hombre existiera -no creo en su padre, sino en el: yo me entiendo-, ella hace de su fe en el un ejemplo de vida, de superar las adversidades.

María resplandece a cada persona que se encuentra. Como aquel nazareno predicó, nunca ha dudado en multiplicar panes y peces, en sentar en su mesa al hijo pródigo o en dar al César lo que le corresponde. Nunca puso la otra mejilla, o al menos quienes la conocemos no lo hemos sabido. Si la ha ofrecido, ha sido con la sonrisa más franca y tranquilizadora que he conocido.

María es una mujer de Iglesia. Pero no exclusivamente de Cofradía, ni de acudir solo en ocasiones especiales. María es de las de lavar traseros, saciar al hambriento y al sediento, abrazar al niño que llora, sacar un billete de la cartera y dárselo al yonqui de la esquina o a quien le cuente que no llega. Muchas personas le han preguntado, o nos hemos preguntado en nuestro fuero interno, que la lleva a hacer eso. Las veces que ha ofrecido respuesta ha sido señalando el que sin duda alguna es su bien más preciado: una humilde cruz que le cuelga del pecho y luce con orgullo. Sus más íntimos, incluso, la dejaron por imposible: ni un domingo de playa ni de paseo; siempre había que hacer algo en nombre de Cristo, siempre una mano que echar entre paredes franciscanas.

Tiene, aún, antiguas y entrañables costumbres: la de llegar a su nuevo barrio, de casas con ascensor y recorrer el edificio entero, puerta por puerta, para ofrecerse a los vecinos en lo que fuera menester. Y ha pedido pocas cosas a quienes le rodean, pero solo hay una en la que no perdona: que la lleven, cada viernes, al encuentro del ‘melenas’ en el Príncipe Alfonso. “Ahí vengo de verlo”, me dijo la última vez que me la encontré. No me especificó a quien,  pero tampoco me hacía falta. Siendo viernes -cualquiera del año- y María, ese encuentro solo podía ser con su Cautivo.

Llevo años conteniéndome estas líneas; no se por qué, pero se que a la primera que no le van a gustar va a ser a ella, que siempre ha huido del piropo y del reconocimiento como el gato escaldado del agua. Pero viendo el calendario,  caigo en la cuenta de que el sábado ella estará viendo salir a su Cristo. Pasará desapercibida, o tratará de: todos la conocen en ese barrio del que ella siempre presume y que hace poco perdió a su último cristiano residente. Y todos la respetan. Ahí y allá donde vaya y a poco que se la conozca.

El Cristo de Medinaceli se quedará en la Iglesia del Príncipe la próxima semana. Y Ceuta entera, las miles de personas que el sábado acudirán al traslado, se despedirán de el hasta el año que viene allá por las Puertas del Campo. María, mientras pueda, no. Siempre habrá alguien a quien “engañe” para subirla con el coche, porque las piernas de ese terremoto ya no son lo que eran. Y siempre con una sonrisa, nunca con un reproche. No, no soy creyente; no me esperen salvo compromiso en ninguna homilía o ceremonia religiosa.  Pero a veces, viendo que de verdad existen ángeles de carne y hueso como ella, me pregunto si no seré yo el equivocado…