jueves. 25.04.2024

Matilde

Al marido de doña Jovita le regalaron una Villa como premio a los servicios prestados en la Guerra Civil; el Barrio de las Latas, justo debajo, debía su nombre al material del que estaban hechas las casas. Algunos, más manitas -caso de mi abuelo- llegaron a fabricarse un cuarto de baño con ducha y desagües, lo que no era tan frecuente en aquel enjambre de casas hechas a boleo con lo que cada uno podía. Recuerdo aquellas mujeres tirando los cubos de agua donde buenamente pillaban, básicamente, en la puerta de cualquiera de esas minúsculas casas hacinadas.

 

Nunca olvidaré algunas sonrisas de aquellos coetáneos de mis abuelos, en un lugar donde lo mismo te encontrabas a algún borracho que a un traductor de inglés o un carpintero que aleccionaba a las masas sobre las diferencias entre Lenin y Trotsky. Recuerdo la dulzura de Matilde, la de Antonio el Barbero; no le conocí nietos con los que jugar, por lo que desde niño interpreté como normal se volcara tanto con los de los demás.

 

Un buen día, hace casi treinta años, apareció en el Polígono donde nos realojaron a todos tras la brutal inundación de 1984  un hombre moreno, bien vestido pero solo con lo puesto y agradable en el trato. Lo hizo por sorpresa; Matilde se recorrió los seis pisos del bloque y el Polígono entero pregonando a quien encontrara que había venido su Jose Mari después de treinta años. Había emigrado a Venezuela y, según contaba, sus negocios no le habían dejado espacio a volver a su tierra para visitar a sus padres. Caracas, New York... es lo que tiene la vida de alto ejecutivo. El tipo enganchaba: hablaba a las claras de que Carlos Andrés Pérez y Felipe González eran los mejores estadistas que el había conocido. Y recalcaba lo que había hablado con ambos.

 

Antonio el barbero murió años después; Matilde se quedo sola y decidió irse a Venezuela. Vendió su casa y se fue a Caracas. Una escala en unas maniobras de la Marina en el país caribeño dejaron una tarde libre en Caracas al hijo mayor de Aurelio. Fue a visitarla y lejos de encontrarla en una suntuosa mansión la halló rodeada de miseria, en una barraca aún más tétrica de las que había en el barrio y rodeada de no se sabe cuantos nietos y bisnietos. "Llévame contigo", le rogó entre lágrimas, recostada sobre una tabla de madera. Nunca volvimos a saber nada de ella, ni de su fecha de seguro fallecimiento.

 

Aquel Jose Mari resultó, pues, ser un vendemotos. En estos días, la sonrisa entre las arrugas de mi vecina me ha venido a la memoria; especialmente, el día en que Lina Ríos me contaba la decadencia del que algún día fue un pais rico y de oportunidades. Lina hizo el camino inverso a Matilde, pero no pude por menos que preguntarme cuantas historias cruzadas se estarán rememorando en estos días de fuego y odio a orillas del Caribe. O de acordarme de mi amigo Pepe Gutiérrez, recibido como una autoridad mundial en la Ceuta de Aguas de Maracaibo.

¡Qué pena, Venezuela, qué pena!.

Matilde