sábado. 20.04.2024

Normalidad o barco

De la tarde del lunes, me quedo al igual que la mayoría con la escena de una señora de religión musulmana limpiando las flores destrozadas en la hornacina del Cristo de los Afligidos. Es lo único que merece la pena recordar de esas infaustas horas, de esos tensos minutos cargados de odio entre parte y parte de la población. Porque esa fue la tónica general: el odio.

 

Sí, es cierto que fueron unos pocos los exaltados que provocaron las cargas policiales, y que la mayoría de los ciudadanos que acudieron a protestar legítimamente por la presencia de Abascal en Ceuta -también legítima- lo hicieron sin alardes violentos. Como ocurre en miles de manifestaciones a lo largo y ancho de todo el país, lo noticiable comienza a ser que no haya los "exaltados" de siempre. Algo está pasando, y me da que no muy bueno, cuando cualquier concentración, sea por cuestiones políticas o para celebrar un triunfo deportivo, acaba como el Rosario de la Aurora.

 

Pero volvamos al odio. Cocido a fuego lento, larvado subeptriciamente durante años, pivotado en el punto exacto del mapa en el que la diferencia pasa de ser un valor añadido a un motivo para el desencuentro. Y sí, todos somos culpables. En mayor o menor medida, pero nadie es del todo inocente en el desastre que vimos en Plaza de África.

 

No, no es sólo un momento de tensión enmarcado en la semana más complicada que se recuerda en Ceuta desde aquella de julio de 2002. Es la culminación de pequeñas ingenierías sociales de andar por casa, del 'cuanto peor, mejor', del "ellos y nosotros" que ha ido destrozando, cual gota malaya un cráneo, el espejo de convivencia que un día fue Ceuta para el mundo. Luego, el reparto de escaños en la Asamblea y hasta los próximos cuatro años. A ver si "en nuestros barrios votamos más que en los suyos". Y así. Mezclen eso con temas tan viscerales como la pertenencia a un país, el nacionalismo como propuesta para todo,  el cuestionamiento de la identidad propia o la falta de empleo -aderezada, a su vez, con paternalismo, populismo y su poquito de demagogia- y tenemos el cóctel perfecto para jornadas como la de ayer.

 

Y sí, Marruecos tiene lo que quería: a la población de Ceuta enfrentada, con exaltaciones de identidad mediante y vergonzosas listas negras sobre comercios a los que no hay que comprar circulando por ahí: todos hemos vetado algún comercio o restaurante por un mal servicio o un desplante. Pero en el ejercicio de nuestra libertad individual, como ciudadanos y consumidores. La "Policía del pensamiento" nos acerca más a la Hernani de los 80 o al Berlín de entreguerras que a la Europa del siglo XXI.

 

Y no, posiblemente las noches más oscuras no hayan terminado de pasar para Ceuta: en una semana hemos sufrido la mayor y más rápida crisis migratoria de la historia de nuestro país y la desconfianza ha emergido como nunca. Lo dije y lo repito: una sociedad puede tardar cinco días en romperse, pero cinco generaciones en recomponerse. Y todo esto, cayendo de contínuo en la mayor injusticia que siempre puede cometerse: la generalización.

 

Es la hora, pues, de la normalidad. Algo extraordinario en días de histeria. Es el turno de  aquellos que sólo pretendemos unas cuantas cosas: conservar nuestros empleos, pagar nuestros alquileres e hipotecas, llenar la despensa de nuestros hogares, que nuestros hijos vayan al colegio y poder hacer nuestras vidas en los límites de la rutina y sin dar explicaciones a nadie. La hazaña, pues, es salir y tratar de sacar adelante a los nuestros, simplemente. No estar justificando, a cada momento, que soy español o que el de al lado es mi amigo pese a que rece otra cosa distinta a la mía. Sueño con el día en qué las fiestas religiosas -TODAS- salgan del calendario oficial para quedar a merced del acuerdo entre empresa y trabajadores.

 

Seamos, pues, normales. Pensemos que mi vecino de arriba puede ser musulmán y yo cristiano, pero si se rompe el bajante del agua, a los dos se nos va a inundar la casa. No pretendamos ser el centro del universo, error en el que caemos ensimismados en nuestro perenne aislamiento. Con sus ventajas e inconvenientes, con sus miserias y sus encantos, Ceuta son sólo 80 y poco mil habitantes en veinte kilómetros cuadrados. A un lado, Marruecos. Al otro, el mar y la Península. O rebajamos todos la tensión, o ese será el camino si queremos, simplemente,  ser normales. De nosotros depende.

 

 

 

 

Normalidad o barco