jueves. 25.04.2024

Amigas

Laura Ortiz / Archivo
Laura Ortiz / Archivo

¿Qué sería del mundo sin nuestras amigas? Sería, sin duda, un lugar mucho más hostil para vivir, un lugar mucho más aburrido, un lugar con mucho menos amor. Porque a las amigas se las quiere, se las quiere de verdad, casi como una quiere a su pareja porque, como a esta última, a las amigas se las elige para compartir la vida. Una vida que a veces se pone cuesta arriba y son ellas las que se ponen el mono de trabajo y se convierten en motor para seguir adelante, las que tiran para avanzar y empujan desde atrás para mantenernos en el camino, para evitar que descarrilemos.

La vida, y el trabajo de mi padre (cuánto lo critiqué y, sin embargo, cuánto le debo), me han hecho una persona afortunada. Tantos años dando vueltas por España, viviendo en diferentes ciudades, conociendo a todo tipo de personas, me han dado la oportunidad de tener amigas en un montón de sitios distintos. No estamos juntas a diario pero nos queremos igual y nos apoyamos en las buenas y en las malas, y de eso me han dado un ejemplo inolvidable a lo largo del último año.

Este fin de semana he tenido la oportunidad de devolver un poquito de ese amor a una de ellas, de demostrarle lo importante que es para mi. Porque no hace falta que nos pase algo malo para darnos la mano y acompañarnos, porque también tenemos que hacerlo en los momentos buenos. Este fin de semana mi amiga Pepi, una de las más antiguas, una de las que no ha fallado en los meses de zozobra, ha cumplido 40 años (¡Ay, ese rubicón que estoy a punto de cruzar!) y por nada del mundo me lo hubiera perdido. Un viaje exprés de ida y vuelta a Almería para abrazarnos y festejar su vida. Lo hicimos en París hace 26 años en un viaje de estudios inolvidable, lo hemos hecho este fin de semana en un cortijo de Pechina en una fiesta para el recuerdo.

Una visita exprés a Almería en el que otra amiga, la mejor que he tenido nunca, no ha dudado en ofrecerme su casa como alojamiento. Su casa, con su marido, sus hijos y sus padres, ha sido la mía durante 48 horas en las que me he sentido tan hermana, tan cuñada, tan tita y tan hija como cuando estoy en la de mis padres. Porque nosotras no necesitamos más que una mirada para entendernos, porque por mucho tiempo que haya pasado, por mucho que las canas empiecen a ser tema de conversación recurrente, por mucho que las voces infantiles se cuelen en nuestras charlas, nosotras seguimos siendo las mismas, en esencia, aquellas adolescentes que se hicieron amigas yendo a comprar el pan allá por mitad de los 90.

Las amigas son el sostén, el respiro, el paraguas en la tormenta. Lo son en la infancia y la adolescencia, lo son en la juventud y, sobretodo, lo son en la madurez. Y de eso tengo un ejemplo inmejorable en casa: mi madre y sus amigas. Ellas, como muy pocos, han estado presentes en los meses de enfermedad, por muy lejos que estuvieran. Ellas, que son más familia que mucha gente con la que comparto ADN y así lo demuestran. Este fin de semana, en mi viaje de dos días, también tuve la ocasión de compartir un ratito con una de ellas.

Las amigas son la carga ultrarápida de las pilas, un ratito con ellas y batería al cien por cien de energía. Qué maravillosa capacidad y qué felicidad generan. Así he vuelto, consciente de lo que se nos viene encima a los que nos dedicamos a este oficio de juntar letras en los próximos meses pero con la cabeza despejada y las fuerzas a tope. ¡Qué grandes, las amigas! ¡Qué no nos falten nunca!

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