Había salido minutos antes de visitar su Fundación, inaugurada meses antes. "Ya me puedo morir tranquilo", dijo a sus más allegados en la puesta de largo del lugar destinado a convertirse en la guía física de su legado, repartido por todo el mundo. El destino le hizo un quiebro, en forma de frenazo en una carretera sinuosa que no pudo sortear, y ahí acabaron los días en la tierra de César Manrique. Fue a finales de septiembre de 1992.
Al escultor lanzaroteño -escultor por calificarlo de alguna manera: como si de un hombre del Renacimiento hablásemos, abordó todas las facetas artísticas imaginables- le quedaban algunas cuestiones pendientes. "Me siento eterno", decía, pero entre los asuntos que no le dio tiempo a hacer estaban algunas obras en Canarias, un auditorio en Marbella.... e inaugurar su obra póstuma.

Aquella para la que un día le reclamaron en una ciudad que conocía de décadas antes. Cuentan quienes se reunieron con el en aquella visita en la que el alcalde Fructuoso Miaja le propuso "hacer algo" para impulsar el turismo en Ceuta, que pidió quedarse solo y pasear a su aire. En aquella bulliciosa Ceuta de bazares y soldados llamados al Servicio Militar, le llamó la atención una enorme expansión de albero, dividida en campos de fútbol de arena y grava, a los pies del Monte Hacho. "Ya lo tengo", dijo.
El resto de la historia es conocida. César Manrique no llegaría a ver concluida su obra, la que hoy es lugar de visita obligada en Ceuta. La vida de uno de los pioneros en asociar ecologismo y urbanismo, la célebre sostenibilidad, se apagaba en su Lanzarote natal, décadas después de haber triunfado en ciudades como Madrid o Nueva York. Al funeral "asistió la isla entera", cuenta la prensa local de aquella época. "¡ Cómo te quiere la gente, César !", decía durante un discurso el presidente de la Fundación que lleva su nombre, José Juan Ramírez.
"No pienso en jubilarme, soy eterno como la naturaleza", decía en una de sus últimas entrevistas. En Ceuta, desde luego, damos fe de ello...