jueves. 28.03.2024

COVIDEN

Lo admito. Hace un año estaba convencido, aún desde la distancia, que Donald Trump no solo sería reelegido, sino que lo haría en términos parecidos a los de Reagan en el 84. Lo tenía todo a su favor: una política económica que había reactivado el empleo, en primer lugar. El paisano de un pueblo de 2.000 habitantes en Oregón que en 2016 estaba en paro y tres años después tenía trabajo votaría pensando en si y en sus 1.999 vecinos, no en el campo de Jaen. A pesar de sus estridencias (desde luego no la persona, pero el personaje ha sido delicioso, una fuente inagotable de anécdotas), resultaba que era el hombre que más cerca había estado de poner paz entre las dos Coreas y no había iniciado ningún conflicto internacional. Alejado del boato de  Jimmy Carter o Bill Clinton, había propiciado también acuerdos importantes en Oriente Próximo y los disturbios raciales, importantes y preocupantes, no habían sido, a fin de cuentas, mayores que en la época de su antecesor. Y promesas tan controvertidas como la del muro con México, habían empezado a materializarse. Mandaba bemoles que, para un gobernante que cumplía su programa, tuviera que ser precisamente este.

 

Lo tenía todo a su favor: prueba de ello era que la nominación demócrata se la disputasen hombres cuasi octogenarios como Bernie Sanders o Joe Biden. Además, ambos alejados del carisma de los ya mencionados, Obama o Kennedy. Hasta la semana pasada, estaba convencido de que los demócratas necesitan a un animal político para ganar cualquier elección presidencial en USA; no hay sitio para los tipos grises en un país profundamente conservador.  Los jóvenes presidenciables demócratas parecían reservarse para mejor ocasión, en un claro ejemplo del tira tu que a mi me da la risa. Pero de repente, un chino se comió un murciélago.

 

Y todo saltó por los aires. El mundo vive desde entonces una pesadilla que Trump no supo o no quiso leer correctamente. La gente colapsando hospitales, perdiendo trabajos, cerrando empresas, enterrando familiares con limitaciones. Y cobrando fuerza el movimiento más peligroso desde aquella Alemania de los 30: el negacionismo. No, no se trata de que los Gobiernos sean de derechas o izquierdas; en países como el nuestro es algo cíclico y esa alternancia, si me apuran, es hasta necesaria. Se trataba de la desconfianza en la ciencia, del triunfo de los curanderos, del resurgimiento de los tribunales populares, de socavar toda confianza en las instituciones, de anteponer la querencia a la realidad. Se trataba, y se trata, de que si estos vencen volvemos a la Edad Media.

 

Trump, que olvidó que cuando arremetía contra el establishment también lo hacía contra su propio partido, quiso ser el más listo de la clase. Fue de listillo, mientras el desmontaje de la sanidad, el hecho de que mucha gente en su país no quisiera hacerse las pruebas del coronavirus por miedo a perder el puesto de trabajo crecían. Trump, presidente de la nación más afectada por el COVID-19, cavó tal vez su propia tumba electoral al advertir que Biden "le haría caso a los científicos". ¿A quien pensaba hacérselo el? ¿Al oráculo de Delfos?.

 

Así que Biden, un tipo bastante más tóxico de lo que su aspecto de abuelo entrañable aparenta, jurará como presidente de los Estados Unidos. Trump paga el más elevado precio por la mentira, el populismo y la relativización; Estados Unidos ha preferido la hoja de cálculo a la ocurrencia del druida. Gana la ciencia, en el país que hoy enviaba una señal de esperanza al mundo con el anuncio de una vacuna antes de diciembre. Es, pese a Biden, un alivio. Y un aviso a navegantes sobre las consecuencias de la manipulación.

 

ADVERTENCIA: Este artículo cuenta con el visado del Ministerio de la Propaganda y la Verdad de la Buena, y, concretamente,  del Departamento de Palabrita del Niño Jesús.

 

 

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