viernes. 19.04.2024

Los hijos de los amigos

- “Illo”

- “Dime, Luperca”

-  “Que estoy más aburrida que el encargado del solárium de Drácula. Vamos a hacer una columnita”

- “Tía. ¿no tienes un FIFA?. Échate una partidita o algo y déjame con mis cosas”

-   Si. El último que compraste es de cuando jugaba Cicinho en el Madrid. Que te estiras menos que De Gea. Venga ya, matao”

-   “Que tía más jartible”

-  “¿A qué te juto a Rómulo?. Además, estoy sensible. Ayer hizo años del magnicidio en Via Caetani. 45 años, cabeza. Enróllate, anda”.

-   “Vale, pero nada de campaña”

-     “No, tío, haz algo de la campaña. Ponte ‘Algo Personal’ de Serrat y te inspiras, que esa canción viene muy bien para estas fechas”

-    “Qué me dejes. Q U E -M E- D E- J E S”

-    "Rómuloooo”

Y así, mi loba favorita me confirma lo que ya temía yo la semana pasada. Que no se está quieta ni amarrada, es hiperactiva y que aquello del descanso autoobligado es más un pronto que una intención. Y en esas conversaciones que tenemos entre sueños, me sugiere que le explique de nuevo esa sensación que tuve el sábado.

Porque  llega un momento en que te das cuenta de que has consumido media vida. No lo hace cuando el colesterol te sorprende en una analítica, ni cuando piensas que te queda menos tiempo para jubilarte que el que llevas trabajando. No te haces viejo cuando le tienes que explicar a la juventud quienes eran Sandor Puhl, Felipe González, Mónica Lewinsky, Jesús Gil o José Amedo (inciso: los noventa dejaron tierna huella, como se puede comprobar). No. Ni siquiera cuando aquella criatura que hace un lustro te esperaba en una cuna ahora ya corretea y se viste sola.

Te hace mayor ver crecer a los hijos de los amigos. A esa niña que tenía el tamaño de mi mano y que, tras verla por primera vez después de tres años, te presenta con toda la formalidad del mundo a su novio. Un chaval que lleva tatuado en el brazo una fórmula química “Me estoy quedando pillao con la carrera”, me dice cuando le pregunto. “¿Tu no serás un Breaking Bad en potencia, no?”. “No, jajajaja”. La conexión generacional con aquel futuro ingeniero químico se produce. No soy tan viejo, pienso. “Que pelotazo de serie ¿verdad?”, me dice.

Te hace mayor que, dos horas más tarde, te salude un chaval al que haces un esfuerzo tremendo por reconocer. Tiene una franca sonrisa, a pesar del cansancio lógico de haberse cruzado media España para pasar unos días con sus padres. Que son mis amigos. Aquel niño que conocí con mofletes y gafas es un tiarrón que me habla, mientras abre la compuerta del barco, de sus estudios de primero de Medicina, de su adaptación a una ciudad completamente desconocida hasta hace unos meses, de como se las ha tenido que apañar para desenvolverse solo. “Hasta luego, doctor”, le digo con sorna. Se ríe. “Ojalá”, me responde mientras le brillan los ojos.

Los hijos de mis amigos, los que podrían ser por tanto hijos míos; como uno que ahora anda haciendo prácticas en lo mío, que me saluda muy serio y  al que le arranco una sonrisa cuando le recuerdo que lo tuve en brazos, que era tan travieso como gracioso y que conserva la misma cara de cuando niño. La generación que nace cuesta arriba, pero tiene sueños y esperanzas; aspiraciones y proyectos. Como los tuvimos sus padres y yo, como los tuvieron mis padres y sus abuelos. Como a tantos, se les quedarán más sueños en el baúl de las ansias perdidas que en la estantería de los objetivos logrados. Pero pienso que esta, la de los que andaban en pañales o no habían nacido cuando cayeron las Torres Gemelas, es la generación de la que menos se espera.

Más,  en apenas veinte años no es que hayan conocido una crisis económica, sino que a lo mejor han vivido en alguna época en la que no estuviéramos en ella.  Todos damos por hecho que su futuro, y el de los que vienen por detrás, está en Canadá, Noruega, China o Alemania. Pero ¿y si fueran ellos?. ¿Y si al margen de borracheras escandalosas, niñatos que se acuestan a la hora del amanecer o vídeos de vergüenza propia y ajena, hay mucho más en ellos?. ¿Y si a esta generación se la trae al pairo la Constitución, la Monarquía o la República, el 36,  Franco, Felipe, Aznar y compañía y se ponen, de verdad, a trabajar?. ¿Y si son ellos la generación elegida para que este país, de una puñetera vez, deje de ser el trastero de Europa y de producir científicos que acaben sirviendo mesas?. Y pienso que yo a su edad, en compañía de sus padres, también coleccionaba unas cuantas juergas míticas que acabaron -con suerte- de modo surrealista. El que esté libre de pecado, que pague la siguiente copa. Que la nuestra era la generación que iba a poner a España en la vanguardia, y nos han bastado ni diez años dirigiendo el país para dejarlo hecho unos zorros. Que ellos tienen las mismas inquietudes (fiesta, diversión, hormonas que controlar, días de playa, etc) y aspiraciones más elevadas de las que tenía yo con veinte años. No somos tan diferentes.

No, no tengo ningún motivo para pensar que no puedan ser ellos. Que no lo puedan hacer mejor que nosotros. Que como cantaba Leonard Cohen,  primero conquisten Manhattan y luego Berlín. Soy un hombre maduro que ha pasado buena parte de la jornada sabatina hablando con veinteañeros. Y no siento cansancio ni nostalgia, sino esperanza. Les hemos dejado el listón muy bajo. Pero pueden hacerlo, precisamente por ello, mejor que nadie. Adelante, chavales. Aprended de los errores de fracasos generacionales como el nuestro. Podéis hacerlo mejor. Lo vais a hacer. Seguro.

- “¿Te ha gustado, Luperca”?

- "Me ha encantado, cabeza. Oye, lo mismo paro unos días”.

- “Aclárate, coño. Que cada vez que me vienes con estas, acabo más alterao que Luis Miguel en Cortadura”

- “Rómuloooo”

- “Está a mi lado, viendo el fútbol. Lo tienes harto”.

- "Amamanta humanos para esto”…

Los hijos de los amigos