viernes. 26.04.2024

San Severiano

Pocos veranos más deprimentes y traumáticos debió vivir la  España más reciente que aquel de 1947. Una España que se secaba aún la sangre de una contienda fraticida, y que encontraba vías de escape entre las canciones del negro más sevillano, Antonio Machín, y los cuchicheos sobre Manolete y Lupe Sino. Los caminos del cantante y el torero se cruzaron en apenas días; el 'Califa del Toreo' moría en la plaza de toros de Linares por una herida de asta mortal, con su familia echando a su amante poco menos que a patadas de la enfermería del coso. Pero siempre quedará -o no- la duda de saber que suerte hubiera corrido el más mítico de los diestros si no se le hubiese puesto "el plasma aquel de Cádiz".

 

Un plasma, mal conservado, que había sido donado a España por parte de algún país nórdico. Un plasma que lejos de evitar, causó más de una muerte la noche en que Machín no cantó en el Cortijo de los Rosales: la noche que explotó el polvorín de San Severiano, dejando un reguero de al menos 200 muertos y una ciudad completamente derruida salvo, milagros de la ingeniería, todo lo que se encontrase detrás de las Murallas de Puerta Tierra. Las mismas ante las que claudicó Napoleón, pero con las bombas del 47 las gaditanas no se hicieron tirabuzones. Aún hoy es un misterio saber que provocó esa explosión; si el mal almacenamiento por parte del Ejército, si unas maniobras norteamericanas o si un sabotaje anarquista. Creo, humildemente, que 72 años después, Cádiz y la España que se asome estremecida a aquel capítulo merecen saber la verdad. Como tampoco sabremos jamás cuantas vidas salvó el capitán Pery Junquera, a los años ministro con Suárez, al entrar en el segundo polvorín sin pensar en su propia integridad ni en la de los hombres que mandaba.

 

Cuentan las crónicas que en el Hacho se vió aquella columna de humo y el cielo anaranjado que denotaba el peor momento de la historia de Cádiz. En Ceuta, pero también en Sevilla, donde la gente creyó estar ante un terremoto, se notó que San Severiano había explotado de forma incontrolada, hiriendo de muerte a una ciudad que por toda compensación recibió una versión edulcorada de sus propios carnavales, únicos permitidos durante el franquismo.

 

Siempre me ha impresionado el capítulo de San Severiano. Por el drama, por el misterio que aún rodea ese momento, por el toque de España negra que lo vincula con Manolete pero por la sensación de que pueda volver a pasar en cualquier momento o lugar. Lo tuve muy presente cuando mientras el mundo veía inaugurarse los Juegos de Atenas en 2004, un grupo de periodistas y políticos cruzábamos los dedos para que las llamas de hace quince años no alcanzaran la Tortuga. Lo tengo muy presente cada vez que arde el Hacho, cerca del Obispo, o el pasado verano. Servidor, que transita con habitualidad por el puerto, se ha acordado en los últimos días en más de una ocasión de aquella maldita noche gaditana. El día en que el ruido de las bombas silenció las dos gardenias de Machín. No me pregunten por qué; seguro que ya saben aquello del buen entendedor...

San Severiano