Cinco turistas, que nunca mejor dicho tenían el dinero por castigo, han muerto. Lo han hecho ahogados, en un submarino en el que se habían sumergido para ver los restos de otro naufragio. Aquel en el que hace más de un siglo murieron otros tantos adinerados, inspirando una de las películas más conocidas y -en mi opinión- sobrevaloradas de todos los tiempos. El Titanic de James Cameron no deja de ser un entretenido largometraje de efectos especiales, en el que funciona especialmente bien el 'tieso conquista a niña pija' que tantos guiones ha inspirado a lo largo de la historia del cine.
Como el Titanic, el Titan también parecía indestructible. Y ese punto de altanería es lo que ha propiciado la tragedia: los remaches de hace un siglo y medio o la extrema profundidad de hace unas horas han desembocado en una tragedia más de esas que perdurarán en la memoria colectiva durante décadas. De esto me llama la atención el morbo por lo maldito, la superioridad con respecto a generaciones anteriores que siempre cree tener el ser humano. "Vamos a ver lo que les pasó a estos pringaos", debieron pensar estos incautos cuya vida ha acabado en el fondo del mar. Es como si a alguien le diera por encender una pila de leña verde a las afueras de Ginebrar y acercarse para ser conscientes de lo que sufrió Miguel Servet. Imaginen un tropezón y el resto. Como ha ocurrido con más de una muerte por hacerse un selfie en el sitio más insospechado. Nos hemos entregado tanto a la tecnología, al 'impossible is nothing' que nos hemos olvidado de lo más importante: la vida, que se nos puede ir en un segundo y de la manera más insospechada.
El mar es el elemento que más condiciona al ser humano. Escribo esto mientras lo observo: esta tarde parece tranquilo, como un plato, aunque los respectivos cambios de viento pueden hacerlo despertarse en cualquier momento. Al fondo, veo los isleros en los que un doce de diciembre se produjo la mayor tragedia -documentada- del mar en nuestra ciudad. Introduzco el matiz documental porque me niego a creer que en miles de años no haya habido una sola ocasión con más de 70 fallecimientos en un lugar donde los choques de viento y las corrientes marinas han sido tan célebres que llegaron a los oidos de Homero para que este imaginase a Caribdis, el demonio de las profundidades que devoraba barcos y hombres, a la entrada misma de Ceuta.
Y no ha faltado la moralina de redes sociales. "Tantos esfuerzos por buscar a estos y nos olvidamos de los que mueren por buscar una vida mejor". Es cierto; los hay que se ahogan para ver de cerca como se ahogaron otros tantos un siglo atrás, y los hay que se ahogan porque su existencia es tan mísera que merece la pena arriesgarse. Pero todos se ahogan, por desgracia. Y que haya gente que en Ceuta compre esa teoría me parece indignante.
Se que diciendo esto me estoy metiendo en un charco como el Pacífico, el más grande de todos. Pero yo he visto a voluntarios de la Cruz Roja, a profesionales del Ejército o de la Guardia Civil jugarse su propio pellejo para evitar que otros perecieran ahogados en el mar. Buena parte de las misiones de las armadas europeas están enfocadas, precisamente, a salvar a esas criaturas del mar. No son pocos los recursos. ¿Suficientes?. No: mientras haya un solo muerto, siempre habremos llegado tarde. Pero posiblemente habremos evitado más muertes. Gracias a los uniformados, y gracias a muchas organizaciones que han salvado tantas vidas como han podido. ¿Hemos olvidado tan pronto al agente Juanfran, que se jugó el pellejo por evitar que un bebé muriera ahogado en el Tarajal?. Por citar sólo un ejemplo.
La historia de la inmigración, de los hombres y mujeres ahogados en nuestras costas es demasiado seria, demasiado dolorosa, como para ponernos el perfil de descamisado en la primera red social a la que nos asomemos. Recuerdo como una de las anécdotas más emocionantes que me han pasado en casi 25 años de profesión estar presente en el momento en que, por pura casualidad, coincidieron un inmigrante y un voluntario de Cruz Roja. El segundo no recordaba al primero, pero aquel chaval de 18 años que llegaba a Ceuta tras dos de travesía nunca pudo olvidar que ese hombre le salvó de correr la misma suerte que dos de sus compañeros de patera tras encallar en Santa Catalina. "He salvado a tantos... Uno más", me decía el otro en voz baja mientras a aquel adolescente, que hoy se abre camino en nuestro país y con el que tengo pendiente tomar una copa en la Caleta, le brillaban los ojos mirando a su salvador.
Yo también sueño con un mundo mejor. A mi también me gustaría que nadie tuviese que salir de su país para prosperar: quien firma esto tiene familiares que emigraron hace décadas al otro lado del Atlántico. A mi también me duelen como al que más las decenas de cadáveres que se ha tragado el mar. Injusticias: todas las que quieran, si es que el hecho de que alguien tenga que tirarse al agua en una patera no es la mayor de todas. Yo mismo he visto cuerpos flotando en un agradable paseo dominical por Martínez Catena. Y me fastidia que no hayamos llegado a tiempo en muchas ocasiones. Pero no es de recibo que por que a miles de kilómetros se busque y se informe a cinco adinerados cuyo destino estaba escrito donde se hundió el Titanic, despreciemos ahora el esfuerzo hecho por una Europa que tiene en el complejo de si mismos de los europeos el peor de sus problemas. Pregunten en Lesbos, Lampedusa, Tarifa o Fuerteventura si, de verdad, somos tan frívolos como para dejarlos que se hundan mientras esperamos que algún multimillonario que en gloria de Dios esté ande en apuros. ¿O creen que, ahora mismo, los militares griegos están jugando a las cartas en la cubierta del barco como si nada, inmunes a la tragedia que se vive en las costas helenas? Y no lo olviden, nunca: el buenismo siempre es el principio del fascismo.