viernes. 26.04.2024

No en mi nombre, Santidad

Pocos caminos me han resultado más valientes en la historia reciente de la Iglesia Católica que los que los dos últimos Papas han emprendido. De aquella jugada magistralmente emprendida por Benedicto XVI -irse, pero para señalar que la Casa de Pedro estaba llena de lobos y huir de la dulce excusa de los motivos de salud- hasta el pulso firme de Francisco contra pederastas y demás hijos de la peor ralea. Del reconocimiento de que en la colina vaticana, en el corazón de la ciudad más hermosa del mundo, las cosas se han hecho en el nombre de Dios pero muy lejos de ser divinas.

 

Tenga usted, cardenal Bergoglio, mi respeto y aprecio. Como católico y ciudadano del mundo. No en pocas ocasiones he dicho -y escrito- que el gran referente de la decadencia de Occidente en los últimos años es que el líder más carismático sea, precisamente, un señor octogenario y con sotana. Sobresale de esta colección de optimistas de nacimiento y grises enchaquetados que uno no sabe si dirigen gobiernos o la planta de caballeros de El Corte Inglés. Y si: creo que usted, junto a su antecesor, han sido los dos Papas que me han hecho pensar que en el Vaticano había algo más que belleza. Usted y Benedicto XVI. 

 

Pero lo último, no, vicario de Cristo. No pida disculpas. Como ciudadano español, siempre me merecerán respeto y cariño México o Chile: países que acogieron a miles de compatriotas que huían de la represión o el hambre a principios de los cuarenta. Lo mismo, santidad, que su Argentina natal. Creo que, por ello, Lázaro Cárdenas debiera tener una calle en cada ciudad de este país. Y si alguien quiere recoger la propuesta en Ceuta, suya es.

 

Pero como español, y aún siendo plenamente consciente de que las cosas no fueron un dechado de virtudes hace 530 años, tampoco pienso pedir disculpas por lo de entonces. No todos los españoles fuimos el tarado de Lope de Aguirre: fue una reina que se hacía llamar La Católica la primera que dotó de un estatus jurídico y una carta de derechos a los nativos de aquellas tierras. Fue otra mujer española, Inés Suárez, la que fundó Santiago de Chile. En el nombre de la cruz, pero también en el nombre de la cultura, del urbanismo y de la dignidad de sus ciudadanos. Inés del Alma mía, ya sabe.

 

España circunvaló el mundo, Santidad. Y si, el camino elegido no fue el estrictamente diplomático; más permítame recordarle que fue hace 530 años con la mentalidad de 530 años.  Pero déjeme que le recuerde, Santo Padre, la historia de la isla de Manhattan. Se llama así en recuerdo a una tribu que allí existía antes de que llegasen los holandeses. Repito la última parte de la frase: existía antes de que llegasen los holandeses. Y no; ninguna iglesia anglicana o de las de Suiza -las mismas que quemaron a Servet como los católicos a Giordano Bruno, por ejemplo- ha pedido disculpas por ello.

 

Ni tienen porque hacerlo: el mundo evoluciona, y conocer el pasado nos debe facultar para no repetirnos en el futuro. Tomar nota y no perserverar en el error. Pero si usted quiere reirle las gracias a Lopez Obrador (al que, extravagancias aparte, tampoco se le conocen muchas más cosas en la Presidencia de México), hágalo en su nombre.  Y me da que el templo de Cristo tiene suficientes mercaderes en la actualidad como para que usted ande empecinado en los de hace medio milenio. La Iglesia de tantos misioneros que ayudaron a construir América Latina, por ejemplo, merece mejor tratamiento por parte de su principal estandarte. La Iglesia, por ejemplo, de Ellacuría o Romero. Aunque yo no me llame Roland Joffé ni filme misiones  por encargo. Ya me entiende, ilustre jesuíta...

 

De conciencia, Santidad...

No en mi nombre, Santidad