sábado. 04.05.2024

No es una inocentada

Era la víspera del Día de los Inocentes de un año de transición entre la peseta y el euro (diría que el 99). Me encargaron en El Pueblo de Ceuta que publicara la broma -hasta esa tradición hemos perdido- para el día siguiente. Nos inventamos que la Asociación de Amigos del Euro iba a repartir las primeras monedas en Ceuta y a dar unos cursillos básicos de cambio de una moneda a otra. No esperaba mucho más que cumplir el expediente, pero al día siguiente alguien me comentó que al menos cinco o seis personas se habían presentado, tras leer la noticia, en la Plaza de los Reyes buscando a esos señores que les iban a explicar como funcionaría eso del euro.

 

No tuvo más trascendencia; no nos quemaron la redacción como a aquel locutor sudamericano al que se le ocurrió repetir la jugada de Orson Welles con La Guerra de los Mundos ni vendimos más periódicos de lo habitual. Pero sin pretenderlo aprendí una lección, simplificada en una frase del eterno Stan Lee: un gran poder conlleva siempre una gran responsabilidad. Si en vez de hacer la coña con la ficticia entidad lo hubiese hecho con un tema más serio y una persona en concreto, posiblemente le hubiésemos generado grandes quebraderos de cabeza.

 

A veces -la inmediatez, el cansancio, equis-, los que nos dedicamos a esto de contar cosas corremos el riesgo de perder el equilibrio y caer al vacío. Otras veces, la tentación no es la de ser notario, sino implicarnos hasta el punto de creernos jueces por asumir la causa de la parte. Sin darnos cuenta de lo necesario que es respirar dos minutos en determinadas ocasiones, pararnos a pensar u olvidarnos de las consecuencias. De que aquellos inocentes “Amigos del Euro” son gente que puede tener mejores cosas que hacer, que tienen familia, trabajos y sentimientos propios. O podemos, llegando al extremo, ser nosotros los predicadores del odio, los que pongan en riesgo las vidas de muchas personas. Nunca detesto más esta profesión que cuando recuerdo la historia de La Radio de las Mil Colinas.

 

Todos hemos caído en el “periodismo humano”, el “toque de color”, el “ponerle rostro a la cifra”. Todos. Nos gusta, como a quien consulta nuestros medios, que alguien con nombre y apellidos nos hable de lo doloroso que es el paro, de lo mal que se pasan las horas esperando un barco en una noche de temporal o la ilusión de aficionados que han quedado en el bar de la esquina para ver el partido del siglo de cada año.

 

No pasa nada; hay historias que merecen ser contadas en primera persona y una serie de normas éticas que la mayoría procuramos -o debemos procurar- cumplir. Por ejemplo: que cuando acabemos nuestro reportaje no hayamos dejado a los pies de los leones a gente que no lo merece. Y que a veces, lo inteligente no es lamentarse del qué, sino preguntarse el por qué. Y tener presente que nosotros nos vamos a nuestra redacción y ellos siguen en sus vidas. No es una inocentada. Por ejemplo, al referirnos a gente que vive en un entorno hostil y que, vaya usted a saber el motivo, comete el tremendo error de votar en contra de como lo hace la mayoría del paisanaje...

No es una inocentada